Memorias de la montaña (IV): la plaza

Foto Antigua de la Plaza Mayor de Boñar.

En la plaza de Boñar estaban el empedrado, el maragato en la torre de la iglesia y ese caño que nunca ha dejado de manar agua. Pero sobre todo destacaba imponente y hermoso el Negrillón. Para los chavales que crecimos bajo su sombra, ese árbol enorme y centenario que se elevaba hacia el cielo era un ser casi mitológico. Y en aquellos años que estamos evocando casi todos los comercios y tabernas, que es como decir casi toda la vida, se encontraban alrededor de la plaza.

Ahí estaba Casa Blas, con sus carteles de toros y su póster del Athletic, con sus mesas de mármol blancas y sus sillas de madera, con esas orondas barricas de vino tras la barra y esos enormes ventanales como puertas frente a la parte trasera de la iglesia. Cuando éramos niños y jugar a indios y vaqueros en la plaza era la preferida de nuestras correrías, esa taberna de techos y barra altos siempre nos invocaba a las que aparecían en las películas del Oeste que solían programar en la tele los sábados por la tarde. 

Pegado a Casa Blas estaba el bar de Angelillo, que escondía en su patio trasero un toro llamado Ken. Era del tamaño de un bisonte y se encargaba de montar a casi todas las vacas del valle, trabajo del que ahora se encarga la ciencia del veterinario. Un poco más arriba y años más tarde abriría su bar Lalín, lugar de encuentro de la cuadrilla donde las horas pasaban lentas y felices entre risas, guitarras y copas; patio de recreo añorado por todos y en el que muchos hemos vivido alguna de las mejores veladas que podemos recordar.

Pero volviendo a tiempos más pretéritos, en esa misma zona estaban el Salamanca, el Quinto y el Claudio. Unos metros más adelante y rodeando la plaza estaban el Agapito y el Central. Por esa misma calle y tirando hacía el antiguo Cine Morilla estaba el Ratón, donde luego ejercería sus milagrosas artes fisioterapeutas Isidro. Y enfrente y haciendo esquina estaba el Manquín. Antes había sido el Prenda, que tenía un futbolín y se llenaba de guajes por las tardes para echar unas partidas, hasta que llegaban los mayores y con un “chavales fuera” bastaba para entender que era el momento de dejarles jugar a ellos. El Manquín era un tipo entrañable que siempre saludaba a los niños que entrábamos en su casa al grito de: ´Qué pasa Bobby Charlton’. Su bar tenía una barra en curva que entonces nos parecía altísima. Y él se asomaba tras ella con una sonrisa esbozada sobre el rostro y un chascarrillo siempre a mano. En otra de las calles que desembocan en la plaza estaba Cordobín, mítica taberna regentada por un no menos mítico dueño que también ejercía como caja de resonancia de todo lo que pasaba en el pueblo. 

Pero además de aglutinar los bares de la villa, la plaza también estaba llena de comercios. Estaba la peluquería del Divino, personaje único e intransferible que saludaba con un ‘qué pasa chato’ a todo el que pasaba cerca de su local, que hacía malabarismos para conjugar su vehemente y cachonda verborrea con el arte de cortar el pelo sin llevarte una oreja por delante. Y estaba Preciosón, auténtico centro comercial de la montaña, una tienda que se antojaba gigantesca ante los ojos de aquel niño que veía como sus empleados enfundados en batas azules desparecían entre cajas y pasillos para aparecer minutos después con cualquier cosa que podamos imaginar. Un comercio único cuyo movimiento de clientes y enseres, como el de la bulliciosa ferretería que estaba cruzando la calle, explica mejor que nada lo viva que estaba la montaña en aquellos años.

Y también en la plaza y en las calles que la circundaban estaban la tienda de modas Ordás, la tienda de comestibles de Gregorio Pascual, la librería, la zapatería, el Banco Herrero y las dos farmacias cuyos escaparates sobrevivían día sí y día también a los balonazos que se escapaban de los eternos partidos que los niños jugábamos sobre ese suelo de piedra. Y la carnicería, un almacén de vinos, la pescadería, la antigua escuela y hasta un herrador al que se llevaban unos caballos que esperaban fuera y atados a una argolla en la pared hasta que llegaba su turno. 

En la plaza cerraban sus negocios con un apretón de manos el ganadero y el tratante en los días de feria, sonaban las orquestas en las fiestas de San Roque, se comían pipas y chuches, se jugaba al manro y al chorro morro, a las canicas y a la rayuela, al fútbol y al frontón. La plaza se llenaba de chavales que en las tardes dilatadas de verano se enredaban jugando hasta que caía la noche, mientras los mayores se entregaban al pitillo y a la charla. Y una atronadora música de gorriones se elevaba cada día sobre el jaleo de esos niños que corrían de un lado a otro con felicidad atolondrada, con esa asilvestrada libertad que solo cabe en la infancia. La plaza del pueblo era el centro del universo, el lugar donde sucedía todo, ese rincón diminuto del mundo por el que pasaba la vida ante los ojos del niño que fuimos.

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