Valientes

Patricia, Alexa y Pedro en su casa.

Isabel Rodríguez

Estas tres historias son diferentes pero tienen en común la valentía de sus protagonistas. Les tocó recibir un duro e inesperado golpe y decidieron encajarlo. Convirtieron su dolor en acción y en vez de hundirse en sus lágrimas ahora reman en el barco de otros. Este relato está lleno de arrojo y entereza, pero sobre todo de optimismo. Y la lección nos la dan precisamente personas que han perdido grandes cosas en la vida pero que han aprendido a valorar las más pequeñas. No desean cambiar lo que ha pasado, pero utilizan su dura experiencia en beneficio de los demás.

La galáctica aventura de Jairo

El volantazo en las vidas de Patricia y Pedro llegó en 2001. Hacía nada que habían vuelto de Ecuador –de donde procede ella- para instalarse en León cuando a su hijo Jairo, de cuatro años, le diagnosticaron una neumonía necrotizante, una enfermedad poco frecuente que lo alteró todo. El niño superó una operación, pero una hemorragia posterior dejó su vida a expensas de una máquina. “Nos costó mucho decidir si lo desconectábamos; en el momento que lo hicieron respiró por él mismo. Los médicos alucinaban, nos decían que era imposible”.

La vida cambió. Pidieron ayuda a las enfermeras para aprender a cuidarle y se lo llevaron a casa. El coma duró hasta marzo de 2002, concretamente hasta el Domingo de Resurrección de ese año. Patricia vio que Jairo, al que le fascinaba todo lo que rodea la Semana Santa, esbozaba una sonrisa al paso de la procesión bajo su casa. Algo vibró dentro de esa madre, que lo primero que hizo fue inmortalizar el momento para que nadie la acusara de haberlo imaginado.

A partir de entonces comenzó a responder a ciertos estímulos y a tomar alimentos por vía oral. Y siguió sonriendo. Según cuentan sus padres no dejó de hacerlo hasta que falleció, el pasado septiembre. “Si algo procuramos es que se sintiera feliz”, asegura Pedro. Y sí, hubo carcajadas y mucha alegría. Convirtieron la nueva vida en una aventura para Jairo. “Le encantaba todo lo relacionado con el espacio, así que le hablábamos del váter galáctico, la silla galáctica...”. Claro que en esa nueva vida había menos gente que antes. “Cuando tienes todo normal hay muchos amigos alrededor, pero cuando te enfrentas a una situación dura, quedan pocos”. Así que se apoyaron en los que sí estuvieron y en Aspace, la Asociación para la Atención de las Personas Afectadas de Parálisis Cerebral y Encefalopatías Afines. “Han sido como una segunda familia para nosotros”. Solo tienen palabras de agradecimiento para las personas que trabajan en ella. Allí fue donde Jairo pintó todos los dibujos que ahora decoran la casa de la familia o donde aprendió a comunicarse levantando el brazo si quería decir sí. “A mí se me caían las lágrimas, fue un gran avance comprender lo que quería”, explica Patricia. Así supieron, por ejemplo, que cuando fruncía el ceño quería decir que no le gustaba la colonia infantil que seguía usando. Fue al nacer su hermana Alexa cuando les hizo entender que había llegado el momento de utilizar la misma fragancia que su padre.

Aprendí que quejarnos es un lujo porque mi hijo, a pesar de todo el dolor que tendría, siempre sonreía agradecido de tener un día más

Alexa llegó cuando él tenía siete años y fue, según sus padres, “una bendición y un estímulo”. Para ella él era su príncipe. Para él ella fue su mini enfermera. Alexa se entristece al recordarle, ella quería llegar a ser neurocirujana para quitarle el “bicho del pulmón” que tanto daño le hacía. Porque aunque Jairo salió del coma, mejoró y pudo disfrutar de una vida con muchas limitaciones, su salud fue deteriorándose al tiempo que su cuerpo crecía. Terminó necesitando una bombona de oxígeno para respirar pero ni con esas se rindió. “En un acto con los moteros solidarios, se subió hasta tres veces con uno de nosotros sin el oxígeno, al bajar tenía los niveles mejor que nunca”, recuerda Patricia. Por todo lo que Aspace les dio, Patricia y Pedro continúan vinculados a la asociación. “Es verdad que a veces te hace daño ver un niño que te recuerda, pero él estaba muy a gusto allí, nos sentiríamos desagradecidos si no siguiésemos”, comentan.

El relato es duro y sin embargo escucharlo de boca de sus padres es una auténtica lección de cómo encarar la vida. “Todo esto me ofreció ver una vida diferente, aprendí que quejarnos es un lujo que no tenemos porque mi hijo, a pesar de todo el dolor que tendría, siempre sonreía agradecido de tener un día más”, asegura Patricia. “Lo más importante de un ser humano es su espíritu, a pesar de todas las deficiencias físicas que tenía Jairo, logró hacerse entender”, añade Pedro.

“Solo con salvar una vida ya habrá merecido la pena”

Ejemplar es también el testimonio de Jorge, el fundador de la Fundación Irene Megías que lleva el nombre de su hija, leonesa, que murió a los 17 años víctima de una meningitis. En el Hospital confundieron los síntomas con faringitis y cuando su mujer reparó en las manchas de la piel, la enfermedad les llevaba demasiada ventaja. En Urgencias les explicaron que tenía una infección gravísima provocada por el meningococo B. “Yo no podía entenderlo, me decía: si estamos en Europa, si tiene todas las vacunas al día... ¿cómo es posible?”, recuerda Jorge. “Al principio me sentía responsable de su muerte por no haber reaccionado a tiempo, por haber confiado en el sistema... era una tortura interna, pero después comprendí que no podría haber hecho nada”.

Fue delante del instituto en el que estudiaba su hija donde recibió la primera respuesta: escribir un libro. “Llegué a casa, me senté y en cinco minutos hice el índice; en dos semanas lo escribí”. Las páginas de 'Mi vida después de Irene' supuso una catarsis para Jorge y el inicio de algo más grande. Quería compartir con otras familias su experiencia para evitar que se repitiese un caso así, pero un libro no le parecía suficiente. Se puso en contacto con una fundación en Inglaterra, viajó a Bristol para conocerles y tomó ideas para montar algo similar en España.

En 2006, cuando nació, no había ninguna que ocupase el hueco y desde entonces trabajan para que los médicos tengan más información a la hora de detectar la enfermedad y para que los padres se mantengan atentos a los síntomas. “Yo le dije a mi mujer: Si salvamos una sola vida, la muerte de Irene ya tendrá sentido”, cuenta Jorge. Y lo han conseguido.“Nos ha llamado alguna madre deshecha en lágrimas diciendo que su hijo ha salido adelante y no tiene secuelas gracias a la información que le proporcionamos”.

Nos ha llamado alguna madre deshecha en lágrimas diciendo que su hijo ha salido adelante sin secuelas gracias a nuestra ayuda

Jorge tiene ahora 56 años y confiesa que tuvo que pasar medio siglo de vida para descubrir su verdadera identidad. “Soy el padre de Irene y siento que tengo una misión”, manifiesta. De alguna manera ella sigue estando con él y es el motor que activa su vida cada mañana. Habla con esperanza de una posible vacuna para la enfermedad que mató a su hija, algo que haría poco útil la fundación en España. “Si afortunadamente es así, destinaremos nuestros esfuerzos a trabajar en África, donde hay muchos casos en los países subsaharianos”, apunta.

“Aprendí a valorar muchísimo la vida”

Miguel tiene 30 años. Hace dos su padre murió víctima de un cáncer de pulmón y aunque entonces no se sintió con fuerzas, algo más adelante se puso en contacto con la Asociación Española Contra el Cáncer en León para ver cómo podía colaborar con ellos. Hace unos meses asistió al curso de formación y ahora acude una vez por semana al Hospital de León, donde comparte su tiempo con los enfermos y las familias de estos.“Es bueno hablar del tema, pero hay que ser prudente y saber tratar a cada persona de una manera diferente”, explica.

El diagnóstico de su padre llegó tarde. Cuando se enteró, Miguel estaba a punto de irse a trabajar a Andalucía, pero lo desechó en cuanto conoció los resultados de las pruebas. “No podría haber vivido conmigo mismo sabiendo que no había estado con él”. Era el momento de apoyar a a aquel hombre fuerte al que parecía que nada malo podía pasarle. Ver cómo se agotaba tras un pequeño paseo o sentir su cuerpo débil al darle un abrazo le hacían sufrir pero asegura que fue “una de las mejores experiencias de su vida”. “Fue muy duro porque yo habría dado mi vida por él, pero también fue bonito ver cómo luchó hasta el final”, esgrime Miguel. “Aprendí a valorar muchísimo la vida”.

Después de aquello podría haber pasado página, pero no lo hizo. “Quiero ayudar a la gente, me parece importante que seamos solidarios en esta sociedad, en la que todo está cada vez más enfocado únicamente a los resultados”, explica. Como Patricia, como Pedro, como Alexa, como Jorge y su mujer decidió no esconder la cabeza y olvidar sino utilizar una experiencia que inevitablemente ha marcado sus vidas para intentar mejorar las de los otros.

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