“Mentirosas hasta que se demuestre lo contrario”

Ana Cuervo Pollán, estudiante de Filosofía

Hace pocos días conocimos los resultados de una encuesta del CIS sobre violencia machista. Los datos son escalofriantes; tres millones de mujeres en nuestro país reconocen haber sido víctima de violencia machista, y entre las más jóvenes, alarmantemente, la cifra constituye el 25,4%. Un 13% reconoce haber sentido miedo de sus compañeros, un 6,4% de mujeres han sido violadas y un 10% han sufrido violencia económica.

A pesar de que el avance en las últimas décadas es importante, resulta incontestable que vivimos en una sociedad machista, en una sociedad patriarcal. En una sociedad con feminicidios, con violencia machista, con una brecha salarial entre hombres y mujeres del 24%, con un paro y una precariedad laboral que nos afecta especialmente a las mujeres, con unos roles de género que no terminan de desaparecer y un largo etcétera.

Pero pese a que esta situación está perfectamente estudiada, argumentada con datos y estadísticas y comprobable con tan sólo echar un vistazo a nuestro mundo, una gran parte de la población no está dispuesta a verla. Y mucho menos a combatirla.

Con una frecuencia insoportable, observamos en las noticias un nuevo feminicidio u otra mujer malherida víctima de los golpes de su maltratador. Lo cabal y lo esperable sería un rechazo absoluto, reacciones políticas inmediatas y una sociedad que condenara unánimemente y sin ningún tipo de peros este terrorismo. Eso sería lo cabal, lo justo, lo racional. Pero ocurre todo lo contrario. Salvo raras y admirables excepciones de asociaciones, plataformas, personas particulares y algún partido político, nadie afea, nadie reprueba, nadie exige medidas contundentes, una mayor sensibilización, una mayor implicación social y política para erradicar la pesadilla. Todo esto sólo es reclamado por sectores tan minoritarios que apenas tienen repercusión.

Sin embargo, sí surgen centenares de comentarios con cada feminicidio, con cada situación de maltrato que sale a la luz. Tampoco estos, en su mayoría, urgen medidas ni exigen mayor sensibilización y respuestas. La mayoría se compadecen del asesino y ningunean a la víctima (¿se imaginan que esto ocurriera regularmente tratándose de otro colectivo? Sería un escándalo, pero, tratándose de mujeres, todo vale). Los argumentos en los debates, en la calle, al pie de las noticias digitales y en las redes sociales no varían demasiado. Tampoco la prepotencia y el odio con que se expresan. El más frecuente es aquel que apela a las supuestas denuncias falsas interpuestas por las víctimas (a las que convierten en su objeto de críticas) a sus maltratadores. Esto lo ha desmontado el propio CGPJ afirmando que las denuncias falsas suponen el 0,01% del total. El otro más usado es que la actual Ley contra la Violencia de Género es injusta y discriminatoria para los hombres. Sin embargo, no se asume que, lejos de suposiciones y mundos ideales, existe una realidad donde las mujeres, por vivir en un patriarcado, necesitamos una ley que haga valer nuestros derechos y camine hacia la igualdad. Si se violara a un hombre cada 8 horas, si cada año hubiera 40, 50 o 70 hombres asesinados por sus compañeras, si el 24% de los jóvenes fueran chantajeados, humillados y maltratados por sus compañeras, quizá la ley fuera distinta. Pero la realidad es que ni las feministas ni la ley buscamos venganza, ni queremos una discriminación positiva, ni queremos un trato favorable, como tanto afirman. Queremos justicia. Queremos acabar con los feminicidios y con la violencia machista. Porque la realidad es la que es: nos matan por ser mujeres. El otro argumento es que hay una gran cantidad de hombres que mueren por violencia doméstica. A parte de ser, en comparación, un número ínfimo, lo que obvia este argumento es que cuando se habla de violencia doméstica no sólo se habla de violencia de pareja (siempre de la mujer al varón o en parejas homosexuales, porque del varón a su compañera se llama violencia de género o machista, aunque los medios lo confundan siempre y también lo llamen doméstica) sino que la doméstica incluye la violencia que se da en el ámbito familiar y que, por tanto, la gran mayoría de los hombres asesinados por violencia doméstica lo son a manos de otros hombres (por sus hermanos, hijos, nietos, etc.)

Sin embargo, miles de comentarios llenos de desprecio cargan contra cada víctima de violencia machista. Y siempre para lo mismo: para criminalizar a la víctima, para victimizar al criminal, para confundir feminismo con un supuesto hembrismo, para justificar el maltrato asegurando, sin ningún tipo de pruebas, lo anteriormente expuesto: que las víctimas reales son ellos. Nadie nunca hace valer la presunción de inocencia, excepto si se trata de un “presunto” maltratador. Nos pasamos el día emitiendo juicios y tenemos la certeza de la corrupción, de las mentiras de los gobiernos, de un largo etcétera, y ante la evidencia, nadie repara, lógicamente, en la presunción de inocencia. Sin embargo, todo eso cambia ante un “presunto” maltratador. Entonces, la presunción de inocencia se vuelve sagrada e intocable. Se asegura que la mujer miente incluso cuando la denuncia no la ha interpuesto ella sino que el juez ha sido el que ha imputado al “presunto” maltratador después de que la policía viera indicios de violencia machista. (veáse el reciente caso de Juan Fernando Aguilar).

Y es que el patriarcado es robusto y cuenta con decididos entregados a su causa. Y es que algunos (que por supuesto ¡no todos!) tienen claro cómo neutralizar lo sensato, lo justo, lo evidente. Y cómo proteger el machismo que tantos bienes les procura.

Y entre discusión y discusión, lo real es un feminicidio más. Y entre argumento y argumento, lo real es que otra violación se produce. Y entre insulto e insulto al feminismo, lo real es que otra mujer habrá sufrido otra paliza. Lo triste es que la realidad es una, y se llama misoginia. Y cada ninguneo, cada comentario que habla de denuncias falsas, cada intento de volver estructural algo que no existe (la violencia hembrista), debilita la lucha contra el patriarcado y el terrorismo machista: que es este nuestro enemigo a batir. Y es que, el machismo mata, y quien no lo condena, quien elide ser tajante con esta realidad, quien manipula los datos y se escuda en mentiras... automáticamente, se convierte en cómplice. El único que tiene que morir es el patriarcado, y seguirá robusto mientras encuentre aliados. Y los tiene. ¡Vaya si los tiene!

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