'No pongas tus sucias manos sobre Mozart'

Fundación Monteleon música cámara violín

Mis dos hijos pequeños estudian música. El mayor de los dos en el “Conservatorio”, la pequeña, en una estupenda escuela de música de la ciudad preparando el acceso para seguir los pasos de su hermano mayor. La vocación impuesta, como suele ser natural a estas edades, proviene de su madre, ella no estudió música, yo sí. Sin embargo, mi aportación a la iniciativa ha consistido exclusivamente en la aceptación de la propuesta y el acompañamiento, no precisamente musical pues mis habilidades y conocimientos son menos que nulos, sino en el tránsito de casa a sus respectivos contenedores musicales. Ahora, disfruto observando sus nuevas habilidades con cierta sorpresa pero reconocible orgullo.

A la edad de la pequeña yo asistía regularmente a clases de solfeo en el viejo edificio del antiguo Hospicio, hoy demolido y cuyo solar ocupa ahora el jardín contiguo al edificio que alberga el Conservatorio actual en la calle Santa Nonia. También fue mi madre la culpable, ella había cursado estudios de piano, teníamos uno en casa que tocaba regularmente y nosotros escuchábamos con emocionados y satisfechos los “para elisas” y demás piezas al uso que ella mantenía en su repertorio de andar por casa. Mis cuatro hermanas cursaron todas ellas estudios de piano y alguna incluso los termino. Algunos de entre los varones lograron eximirse, los más dóciles sin embargo asumimos esa carga docente adicional, si bien solo llegamos a cursar estudios hasta donde la disciplina familiar nos obligó que en mi caso concreto fue hasta segundo curso de violín, pero con el innegable merito de no haber tenido nunca uno entre mis manos. No me lo compraron y la institución, en contra de lo que suponía o deseaba mi padre, no lo facilitaba. Cosas de las familias numerosas.

Del viejo Hospicio solo recuerdo unas enormes y desgastadas escaleras de madera que daban acceso a la primera planta donde supongo que se encontraban las aulas del Conservatorio y la escasez de luz, la del exterior porque las clases empezaban al anochecer, cuando terminaba el horario lectivo en los colegios e institutos y la interior porque en los sesenta las bombillas de más de veinte vatios estaban prohibidas en los escasos edificios dotacionales existentes. Después de uno o dos años abandonado cual hospiciano por horas al aprendizaje musical, tuve la suerte de inaugurar el edificio de la calle Santa Nonia, este ya de ladrillo pero, en justa compensación, también la desgracia de padecer a un profesor de solfeo que estaba en tránsito desde la música al alcohol y manejaba con destreza las habilidades docentes de los renegados de la época. Este en particular, los golpes que atizaba con una batuta que empuñaba contra las manos y los dedos de sus alumnos, obligados a juntarlos con la palma hacia arriba, en posición de “así así” y entre los que yo me encontraba. Cuando mi madre se despistó, o se lo hizo conmovida sin duda por mi entereza al aguantar un año de clases de violín sin violín, puse fin de manera discreta a mi aventura musical.

Rememoro de esta forma tan sincrética estas vivencias personales, ahora que por fin en nuestro país las enseñanzas musicales gozan de excelentes y apasionados docentes y del reconocimiento de la mayoría de la sociedad y que con carácter general han obtenido el impulso y el apoyo que merecen en las sociedades cultas y desarrolladas. Con todas las carencias que aún persisten, la satisfacción por tenerlas ahora al alcance de casi todos y que nuestros hijos puedan acceder y disfrutar de esta alternativa en su formación o reincorporarnos aquellos que hemos necesitado más tiempo para adquirir el instrumento, queda empañada circunstancialmente por tener que padecer, como en tantas otras cosas, la desgracia de comprobar que algunos políticos, han decidido poner tambien sus manos sobre la música.

No es necesario dedicar mucho tiempo ni demasiada literatura para abundar en las evidentes y rotundas razones que de forma espontánea se vienen exponiendo por ciudadanos y colectivos, perplejos por la ocurrencia de nuestros gobernantes de trasladar nuevamente el Conservatorio, en este caso al penúltimo monumento local a la estupidez y megalomanía de nuestros gobernantes, el campo de fútbol. Los iluminados que la defienden, sean estos políticos de sonrisa fácil o técnicos chapuceros y arribistas que confunden reequilibrar la ciudad con desmembrarla; pero sobre todo, los emboscados representantes de los empresarios de la plaza, verdaderos autores intelectuales del pretendido latrocinio, deberán abundar y afinar algo más su patético argumentario, para convencer a uno solo de los más de 10.000 firmantes que hasta la fecha han mostrado su repulsa y frontal oposición a esta propuesta. Una sugerencia que les puede servir de lema de campaña. A ver, ¡Todos juntos y a coro!

“De la madera al ladrillo y del ladrillo al hormigón, promovemos nuevos zulos para los músicos de León”.

En cualquier caso, seguramente es una buena ocasión para recordar a los políticos ocurrentes de la plaza y a los acogedores desde plazas limítrofes, el exabrupto que espetó a su hija ese padre progre de los 80 en el relato de Manuel Vicent y que sugiere estas líneas.

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