Una libra de chocolate, 11 pesetas

Andrés García (nieto).

Marta Cuervo @martaileon

“Seré chocolatero hasta que muera”. Un intenso y delicioso olor a chocolate recién hecho invade la casa de Andrés García, olor a tradición, de arraigada herencia. Andrés García, antiguo chocolatero, aprendió el oficio de su padre, y éste a su vez del suyo. La fábrica de chocolate, en San Justo de la Vega, fue creada por su abuelo y un hermano: 'Andrés García y hermano: La Nueva Aurora', se bautizó. “Eran tiempos en los que se hacía todo manual”, tras unas cuantas preguntas, el maragato se anima a recordar.

“La fabricación comenzaba, tras el proceso del tostado y depurado del cacao, con un rodillo y una piedra, con forma de asiento. Allí ponían el cacao y un brasero debajo, hasta que cogía la temperatura ideal. Luego daban con el rodillo sobre la piedra hasta que el cacao se iba moliendo y calentando al mismo tiempo, y la pasta de cacao caía para una artesa. Después se añadía el azúcar, la harina y las especias, se mezclaban los ingredientes, y vuelta a darle calor y más vueltas, y más molienda. Así se conseguía una pasta viscosa que, después, se enfriaba en el molde. Había que procurar que se enfriase lo más rápido posible para que al contraerse saltase del molde y quedase con mas brillo”, resume en un momento Andrés. Proceso fácil para alguien que ya vino al mundo con el chocolate en las venas.

“Cuando se fundó, antes de llegar la electricidad, en el centro de la fábrica había una tramoya que giraba, con la extensión de un palo sujeto a los caballos o mulos. Los animales iban girando, dando vueltas en círculo para mover todos los engranajes que luego movió la electricidad”. De esta forma, todo el trabajo de triturado se hacía con tracción animal, con los mismos animales que, una vez completado el trabajo, se utilizaban de transporte para vender el producto. “Había otras fábricas, como la de Castrocontrigo, que se montaron aprovechando el río, la fuerza del agua”, detalla Andrés.

“Hablamos de la época de la dictadura en España, y el cacao llegaba de donde se podía comprar, de la Guinea Española, de la Guinea Ecuatorial, pero siempre oí a mi padre que los mejores cacaos del mundo eran de Caracas -Venezuela-, y de Guayaquil -Ecuador-. Debió de ser la cuna del cacao”, confiesa.

La tradición, que comenzó con su abuelo, pasó a figurar a nombre de la viuda cuando Andrés García -el abuelo- falleció en un viaje, emprendido para vender chocolate. Ellos mismos eran fabricantes, vendedores, y cobradores; “de todo, eran esos tiempos así. No había más medios”.

Algo que destaca Andrés es la penalidad de los viajes a Galicia, en los que muchos tramos se realizaban andando.

“El tren llegaba hasta un punto y, a partir de ahí, andando o buscando combinaciones de feria que te llevaban hacia donde había ferias. Así aprovechabas los pueblos de alrededor, y luego volvías como podías, a veces con caballería, siempre dependiendo de los medios a los que podías optar. En nuestra familia lo habitual era salir con caballerías para vender el chocolate por toda la provincia y tierras gallegas. Llenaban las alforjas y, cuando vendían, regresan de vacío. En uno de esos viajes falleció abuelito, y la fábrica estuvo parada un tiempo, porque mi padre era demasiado pequeño todavía. Pero creció en seguida, por necesidad, y cuando se hizo mayor retomó la actividad”.

Unos meses más tarde cambió de nuevo el nombre: 'Hijo de Andrés García'.

Según relata Andrés García (nieto), fabricando chocolate se ganaba dinero. “Debía de ser rentable, había muy poca competencia; cada chocolatero guardaba y respetaba la zona donde vendía cada uno de los demás, no había infiltración para vender en los mercados de nadie”. La fórmula para esta convivencia en armonía: “Mucho respeto, y zonas repartidas”. “Mi padre estuvo enfermo 5, casi 6 años, por una infección y, para que la fábrica no dejase de suministrar, otro de los chocolateros de San Justo le mandó un hijo para que le hiciera el chocolate. No había malicia, ni la competencia comercial, tan desleal, que existe hoy en día”.

El respeto de la jerarquía en los oficios

Cuando Andrés entró a trabajar en la fábrica de chocolate “hacía un poco de todo”. “Yo era el vendedor, y el que salía de viaje porque mi padre (Estanislao García) ya era mayor. Por el patriarcado que se respetaba antes en las casas, yo era el ayudante, no se podía destronar a un padre, había que estar con él y hacer las cosas a su manera, como él decía”.

A veces, Andrés repartía en moto, con su sobrino Blas de paquete. “Al cliente cercano se le podía entregar el chocolate en bici o en moto. Al que vivía lejos había que buscar medios, facturar en el tren o en camiones de rutas que se dedicaban a eso”, explica. En el modo de transporte de la mercancía se notó mucho la evolución de esta manera de ganarse la vida, pues los fabricantes de chocolate dejaron de ser transportistas.

En este momento, con la industrialización, también se incrementó la competencia desleal: fueron naciendo los fabricantes grandes, que se fueron comiendo a los pequeños.

“Uno de estos pequeños, fue la fábrica del abuelo. Hubo que ir dejando paso obligado de tal forma que el final se veía venir. Venía la agresividad de estos grandes que querían comer el mercado. De 42 fábricas que había en Astorga y contorno -7 en San Justo de la Vega- hoy quedan una o dos pequeñas.

Las anécdotas de una vida en torno al chocolate

Andrés no sabe qué es lo que más le gusta del chocolate: “Todo. Toda la vida me ha gustado y me seguirá gustando”.

En casa del chocolatero nunca faltaba chocolate. “Ha sido el desayuno de toda la vida en mi casa: una rebanada de pan de hogaza mojada en chocolate, hecho con agua, y en fuego de lumbre. Se hacía en una chocolatera, con un palo especial dentro que terminaba en engranaje, así, al darle vueltas, iba deshaciendo el grumo de chocolate que se formaba con el calor y se mezclaba con el agua”, desvela Andrés.

Una de las anécdotas que recuerda con más cariño es la que se sucedía cuando iba a Castrillo de los Polvazares. “Las señoras se vestían de maragatas para ir a misa los domingos, era costumbre hiciera frío o calor. Yo siempre esperaba a una señora a la que suministrábamos y vendía chocolate en la localidad, y cuando llegábamos a su casa para entregarle la mercancía, delante de mí, hacía un 'strip-tease', porque debajo de la ropa de maragata llevaba la ropa de calle”, rememora Andrés con una sonrisa.

Una libra de chocolate, 11 pesetas

La libra de chocolate es lo que hoy conocemos como tableta. Las había de 300, 350 y 400 gramos.

El chocolate se vendía por 'libra de chocolate', es decir, por tabletas de 300, 350 y de 400 gramos, cantidades que podían variar según el fabricante. “El último precio que comercializamos se situó entre las 11 y las 12 pesetas”, apunta el antiguo chocolatero.

Si comparamos una libra con la libra medida de peso antigua, ésta correspondía a 450 gramos. Pero la tableta cogió el nombre genérico de libra, sin importar su peso, ya que, en cualquier caso, era aproximado. “Nunca te decían 've a comparar una tableta de chocolate', siempre era una libra”.

En cuanto a la producción, en la fábrica del abuelo de Andrés, se realizaban una media de entre 80-88 tabletas “por tarea”, es decir, al día, que se colocaban en cajas de madera, “como ataúdes de niño”, para que no se rompieran en el transporte. Hoy en día, en la fábrica de Santocildes de Castrocontrigo, totalmente formada por producción artesanal, se producen unas 200.000 unidades anuales.

El Museo del Chocolate de Astorga, fiel testigo y guardián de tradición pura

El proceso de fabricación artesanal, los 'truqueles de piedra' -planchas de los anagramas de las cubiertas- y algunas de los envolturas de las libras de la familia de Andrés García y otras de la época, pueden visitarse hoy en día en el Museo del Chocolate de Astorga, junto a una valiosa colección de utensilios, herramientas y máquinas usadas en los diferentes periodos, desde las más rudimentarias hasta las más modernas, siempre atendiendo y respetando una producción artesanal.

La visita del Museo del Chocolate finaliza con una proyección de la producción de la fábrica de Santocildes, en la que David González y su hermano comparten con el espectador todos, o casi, sus secretos; el principal, “el tueste del cacao”. Los visitantes pueden disfrutar también de la degustación de su sabroso chocolate.

La fábrica 'Hijo de Andrés García' se cerró en el año 1970, cuando se dio de baja el padre de Andrés. “Yo marché a trabajar a Galicia, pero antes estuve años estudiando si la fábrica saldría adelante. Si hubiera visto rentable la vía del chocolate me hubiera gustado seguir con la tradición. Pero yo seré chocolatero hasta que muera”, confiesa Andrés con los ojos muy brillantes. “Hoy es el día, después de más de 40 años que se cerró la fábrica, que veo algo de chocolate y lo leo, oigo hablar de chocolate y me paro a escuchar. Lo lleva uno en la sangre; mi abuelo fue chocolatero, mi padre también, y yo después de él; el chocolate se mama. Además, se transmite, toda la familia es chocolatera: tu padre vivió habiendo chocolate en casa, anduvo metido también en esta dulce realidad del chocolate”, Andrés se dirige con un guiño a quien escribe estas líneas, tataranieta de Andrés García, fundador de la fábrica de chocolate

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