Carantoña: “Esperando a los bárbaros”

Francisco Carantoña

Francisco Carantoña

El descubrimiento de la fortuna secreta de Fernández Villa es la prueba final de la extrema degradación de la política española. Quizá fuera de Asturias se desconoce lo que supuso durante años Villa, el gran cacique sindical, que decidía quién presidiría el gobierno regional, nombraba consejeros, controlaba las listas electorales del PSOE... Eso sí, era el guardián de las esencias mineras y socialistas. Guerrista hasta el final, maestro del populismo, organizaba la cita anual de Rodiezmo, en la que pontificaba y repartía credenciales de socialismo, por ello y por líder minero se le conoce también en León.

Tiene razón Javier Fernández cuando afirma que, aunque la cantidad ocultada al fisco sea menor, el caso Fernández Villa es más grave que el de Pujol y no solo porque el segundo haya confesado antes de que lo descubrieran. ¿Qué pueden pensar hoy tantos socialistas honrados, hijos y nietos de socialistas, como todavía hay en Asturias? ¿Qué pueden pensar los mineros? ¿Y el votante socialista...?

Todavía falta por conocer el origen del 1.400.000 € que llevó al líder sindical a acogerse a una amnistía fiscal que su sindicato y su partido criticaron ferozmente. Que no haya dado ninguna explicación, que el partido y el sindicato hayan reaccionado con tanta rapidez, que los sueldos que cobró no le permitieran ahorrar una cantidad tan elevada, son hechos que alimentan la sospecha de que al fraude fiscal y a la traición política puedan sumarse ingresos ilegales. Queda también por saber si fueron fruto de la corrupción estrictamente personal o implican a las organizaciones de las que formaba parte.

Confieso que uno de mis defectos es la ingenuidad. Gracias a ella, creí durante años que la militancia en sindicatos o partidos de izquierda estaba necesariamente unida a firmes convicciones morales. Es más, siempre quise pensar que quienes se dedicaban a la política lo hacían para servir a la sociedad, que los casos de corrupción eran ocasionales e inevitables, como en cualquier otra actividad.

Es cierto que casi todos los políticos y buena parte de los líderes de cualquier organización, incluso de las menos relevantes, pecan de vanidad. Lo percibía desde que, todavía adolescente, comencé a soportar reuniones interminables en las que la mayor parte de los oradores disfrutaban escuchándose a ellos mismos, pero la vanidad puede considerarse un pecado menor, incluso un estímulo bastante inocuo que ayuda a muchos a dedicarse a tareas tan necesarias como ingratas y, en aquella época, incluso peligrosas. Es más, si no me hubiese acostumbrado a soportar la vanidad no hubiera podido sobrevivir más de tres décadas como profesor universitario. Algo parecido podría decirse de la ambición, siempre que no sea la de enriquecerse a toda costa y trabajando lo menos posible. En cambio, la corrupción de quien se dedica voluntariamente a servir a la sociedad, sea en la política o en la policía, la judicatura o la enseñanza, es especialmente execrable, debería tener un castigo adicional, pero resulta aún más hiriente cuando quien lo hace pretende hacer creer a los demás que su objetivo es luchar por valores como la igualdad o la justicia. Cuando se convierte en generalizada, ya no queda espacio para la ingenuidad.

Hace años que el exboxeador Gómez Fouz y Antón Saavedra hicieron público que, durante la dictadura, Villa había colaborado con la Brigada Político Social. Nunca confié demasiado en el primero, admirador confeso de Claudio Ramos, y la inquina personal puede influir en el segundo, pero, si eso también fuese cierto, confirmaría que una de las raíces de la permanente debilidad moral del PSOE está en su rápida reconstrucción como partido tras la muerte de Franco –lo mismo le sucedió a la UGT--, sin demasiada exigencia a la hora de seleccionar la militancia. Algo parecido le ocurrió a la derecha, que, salvo honradas excepciones, tuvo que improvisarse como democrática. Cierto que los Moral Santín nos recuerdan que la ausencia de valores éticos contamina hoy incluso a quienes proceden de la oposición a la dictadura y defienden en apariencia posiciones más críticas contra el sistema.

Quizá sea excesivo recurrir a Franco para explicar la enfermedad que carcome nuestra democracia. Hace ya 37 años que los partidos fueron legalizados y se celebraron las primeras elecciones libres. Muchos de los políticos y sindicalistas actuales eran entonces niños o ni siquiera habían nacido. En mayor o menor medida, todos, independientemente de nuestra edad o historia personal, somos responsables de lo que se ha construido, por acción o por omisión, para lo bueno, que también lo hay, y para lo malo. Poco se arregla con lamentarse, pero sí es necesario asumir que se ha tocado fondo, que la degradación moral de la actividad pública y el descrédito de las instituciones deben terminar o acabarán por destruirnos.

El recurso de quienes se aferran a sus privilegios es atemorizarnos. Podemos ha pasado de ser un curioso fenómeno mediático a convertirse en el caballo de Troya de los nuevos bárbaros, que amenazan, si triunfan, no ya la economía –qué difícil se hace pensar que pueda ir peor--, sino la civilización. No puedo evitar acordarme de los versos de Cavafis:

¿Por qué surge de pronto esa inquietud

y confusión? (¡Qué gravedad la de esos rostros!)

¿Por qué rápidamente calles y plazas se vacían

y todos vuelven a casa pensativos?

Porque ya ha anochecido y no llegan los bárbaros.

Y desde las fronteras han venido algunos

diciéndonos que no existen más barbaros.

Y ahora, ya sin bárbaros ¿qué será de nosotros?

Esos hombres eran una cierta solución.

Algo ha cambiado para mejor en España: en el siglo XIX estaríamos esperando a Prim; en el XX, al cirujano de hierro; en el XXI, esperamos que Pablo Iglesias –una metáfora-- gane las elecciones.

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