El efebo hispano (I): La tradición cofrade

Cristo Relato Máximo Soto 1

Máximo Soto Calvo

Me llamo Perfecto, y puede que, dado mi singular comportamiento, hasta portara la intencionalidad de serlo. Quizá una forma de intentarlo estuviera en la fidelidad al compromiso de ejercer de papón, para qué romper la tradición familiar. Lo de ser bracero, no tardó en llegar, ahí jugó fuerte la voluntad de mi padre. Dejándome ocasionalmente su brazo en el 'Expolio' de la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús, apenas hube cumplido los dieciséis años, empezaba a facilitar mi entrenamiento.

La presentación en 1973 de un paso titulado 'El Cristo de la Agonía', me brindó la oportunidad de conseguir un puesto de bracero titular. Estaba en la mejor senda para un buen cofrade; temprana por cuando apenas acababa de cumplir 18 años. La obra que habríamos de procesionar, se debía a la gubia del escultor leonés Laureano Villanueva. Tallada en madera, rompía en cierto modo con lo más clásico de la Cofradía, incluso con lo que Víctor de los Ríos, modernamente, estaba aportando a nuestra Semana Santa. Tallas de “gente guapa”, aunque no exenta del dramatismo, en rostro y expresiones, que el tema exigía.

El Cristo de Villanueva, dejó en mí una doble huella que trataré de explicar. Primero por ser ya “mi paso” como papón con futuro en la más noble tarea. Pero sobre todo porque la efigie guardaba un cierto parecido con un crucifijo que le fue regalado a mi nieto. Detalle éste que pareciendo banal, como primera impresión, y no más allá de un gesto de agradecer, resultó una fuente de incertidumbre para toda la familia.

Mi único hermano, de nombre Inocencio, predicador Dominico, de controvertido ejercicio pastoral en Guatemala, liberal y comprometido con los más necesitados, tolerante y con el evangelio en la mano, había traído el crucifijo en uno de sus viajes a León, y entregado con un mensaje bien claro: “Consérvalo para 'Chencho', tu nieto, que para algo lleva mi nombre...

Recuerdo el tono enfático con el que remarcó, “es para Chencho”. Pero no quedó ahí la cosa, llamó mi atención el modo especial de poner la mano sobre el hombro de Gabriel, mi hijo mayor, allí presente. Seguro que intentando buscar su complicidad como padre, en tanto le decía con tono persuasivo y a modo de compromiso, como si repartiera papeles a encarnar en un próximo devenir:

-Tú lo custodiarás, hasta que sea llegado el momento de entregárselo a tu hijo.

Algo, a primera vista, sin demasiada transcendencia. Lo desconcertante fue lo que añadió a continuación.

-Tiene una historia que algún día os contaré. El indígena que lo talló aún vive... conmigo ...

Esto último lo soltó como de pasada, sin especial inflexión en la voz, pero alargando la frase, era evidente que encerraba si no un misterio, sí algún condicionante, pues hizo una pausa, cual si estuviera pensando lo que iba a añadir.

Mi hijo y yo cruzamos una mirada cómplice, y permanecimos en silencio. Pero en vista de que no continuaba; Gabriel no tuvo más remedio que lanzar su asentimiento.

“No tienes que preocuparte, cumpliré tu petición... y si me das libertad para elegir el modo de conservarlo, hasta puede que lo lleve al Grupo Escolar que provisionalmente dirijo”.

Con un “eso corre de tu cuenta. Haz lo más oportuno. Zanjó la cuestión Inocencio, y despidiéndose con un ”hasta mañana, no hace falta que me acompañéis,“ se marchó dejándonos perplejos.

En la sala de mi casa de Cascalerías, donde habíamos departido los tres, quedamos Gabriel y yo, a cual más atónito.

“Una pieza extraña”, comento mi hijo rompiendo aquella especie de estupor que nos había invadido. Sostenía el crucifijo en la mano izquierda, en tanto deslizaba la derecha sobre la madera, tal vez en espera de captar alguna sensación. La examinaba con detenimiento.

Compartir el mismo parecer era fácil, pues “la pieza” de unos cincuenta centímetros de longitud en el más largo de los maderos, se apreciaba que estaban cruz y crucificado tallados al unísono en el mismo trozo de una madera extraña, de dura textura y con un brillo singular. Un acabado entre rústico y estudiada tosquedad, era lo más fácil de apreciar.

Al pronto, Gabriel anunció: “voy a llevarlo al Colegio, es el mejor lugar”. Nunca supe si lo hacía para desprenderse de él sin desairar a su tío, por no romper el compromiso adquirido, o si de verdad creía, por aquel entonces, en la idoneidad del emplazamiento.

En el aula de tercero de primaria, sobre la gran pizarra, y sustituyendo al que allí había, el Crucifijo de Inocencio, bueno quizás debería mejor decir del 'indígena', pronto empezó a presidir las labores docentes y los comportamientos no siempre dóciles de los alumnos, a costa de ser receptor del inanimado polvo blanco de tiza que los frecuente borrados generaban.

Cuando 'Chencho' vaya cambiando de Aula, me encargaré de que lo trasladen también, así le acompañará, prometió Gabriel. Pero, pasados unos días empezó a añadir, de manera ocasional: “cuando termine los estudios y empiece la ESO... ya veremos.” Un interrogante abierto, complementado con un, “puede que lo mejor sea que quede allí por un tiempo”.

En aquellos momentos ni por asomos podíamos sospechar que los políticos de izquierdas de la España de la transición y las autonomías, iban a fomentar la eliminación de los crucifijos de las aulas. Ni que, enterado mi nieto de tal amenaza, presa de algo más que un infantil deseo, se había propuesto rescatarlo antes de que manos extrañas lo descolgaran y lo perdiera para siempre.

(Continuará...)

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