El efebo hispano (II): El nieto

Cristo Relato Máximo Soto II

Máximo Soto Calvo

Bajo la blanca lona de la carpa, al pie de la iglesia de Santa Nonia, permanecíamos dubitativos los cofrades. La amenazante lluvia de aquella mañana de Viernes Santo, 29 de marzo de 2013, sembraba la intranquilidad entre los braceros. La noticia que más circulaba era la de posible suspensión. Sin embargo yo, uno más de los 82 hermanos que habríamos de portar el paso del Cristo de la Agonía, en verdad, estaba tranquilo. Cuarenta años seguidos de hacerlo, con plena dedicación, han dado juego para toda clase de peripecias, y la meteorológica era una más.

Con la mirada puesta en la imagen agónica de Jesús, recordé el crucifijo que mi hermano Inocencio le había regalado a mi nieto 'Chencho'. Pero de modo especial el ingenio y valor que éste desplegó, cuatro años atrás, para recuperarlo.

Por habérselo escuchado a su padre, para los alumnos don Gabriel Morudo, director del Grupo Escolar en el que él también estaba escolarizado, 'Chencho' sabía que en el Parlamento de la nación se hablaba de la retirada de los signos religiosos de las Escuelas públicas. Esto le había intranquilizado pensando en la suerte que podía correr “su crucifijo”. Si bien, conociéndole, más me inclinaba por cuestión de propiedad, que de devoción.

Dudaba que su padre tuviera intención de llevarlo a casa, por eso el niño planeaba el recate. Necesitaba una mochila grande para transportarlo, y sabía dónde encontrarla. Su padre la guardaba en un altillo del trastero de la casa; era pesada y fuerte, la conocía bien; pues ya la habían usado en alguna acampada.

En ese mismo armario del desván ocultaría al crucificado hasta que pasaran unos años. Estaba limpio el habitáculo, cerraban bien las puertas y había espacio donde ocultarlo. Tomada esta decisión, se acordó de una película titulada 'Marcelino, pan y vino'; una peripecia similar no le desagradaría, aunque no entraba en sus infantiles cálculos por el momento.

Con la mochila colgada de los hombros en el atardecer del sábado 28 de octubre de 2009, empezó la aventura. Y lo que era más importante, en el bolsillo derecho del pantalón descansaba una llave, la de la pequeña puerta posterior que le daría acceso al Grupo Escolar; la había tomado del secreter donde su padre la guardaba.

No tardó en llegar; había caminado veloz, pero anochecía. Dentro ya, no tuvo dificultad para recorrer los pasillos en penumbra, ni problema de orientación, los conocía bien, tan sólo debería esquivar al personal de limpieza.

¡Fenomenal! Ya habían limpiado la clase donde estaba el crucifijo. En el aula, débilmente iluminada por la luz exterior, subido a la silla del profesor por más que procuraba estirarse le resultaba insuficiente para alcanzar el crucifijo. ¡Lástima, faltaban tan sólo unos centímetros para tocarlo! Con esto no había contado. Una caja de madera, contenedor habitual de tizas y cepillo para el encerado, resultó el alzapié que necesitaba.

Ahora, sosteniendo en las manos el crucifijo, se daba cuenta de la gran aproximación a la verdad que lanzó su padre: “una pieza extraña”. Puede que el ser tallada en una sola pieza y con rudeza, le confería el exotismo.

Ya estaba en la calle de nuevo. Sobre su entrenada espalda al peso cotidiano de los libros, hoy tan sólo el gran volumen de la mochila le resultaba molesto. El crucifijo ya era suyo totalmente, tal como se había propuesto. La cosa parecía ir sobre ruedas hasta que, repetidamente, oyó pronunciar su nombre: “Chencho, Chencho... espera”.

No reconoció la voz, y sintió un asomo de extrañeza. Pero al volver la cabeza y comprobar que el requerimiento partía de una persona (¡También extraña!), surgió la zozobra.

Era un varón, medianamente alto, de pelo rizado, su rostro de piel tostada por el sol no le recordaba a nadie. Vestía con pulcritud, no exenta de extravagancia. Curiosamente no le causaba ni agobio ni intranquilidad. Si tuviera que adivinar su edad apostaría por cuarenta y tantos años. Más todo se trastocó al oírle: “Soy tío de tu papá”... Una por demás extraña afirmación le pareció.

- “Mi papá sólo tiene un tío, se llama Inocencio”, supo responderle con voz tan firme como le fue posible.

“¡Claro, claro! Inocencio ha muerto, las secuelas de la Malaria pusieron fin a su vida, por eso estoy aquí. Me llamo Evelio y hemos vivido juntos en Sitges estos últimos años. Eso está allá por la costa de Cataluña... ¿sabes?; él nunca quiso anunciarlo a la familia, pero así ha sido”.

“Te he reconocido por fotografías”, añadió, queriendo calmarle al observar la perplejidad que suponía para el niño una y otra cosa.

Ni en el supuesto más delirante de sus planteamientos para la aventura del rescate, se le hubiera ocurrido pensar que iba a entrar en contacto con el autor de la obra recuperada, y sin embargo ¡tenía ante él al 'indígena'! Así había oído nombrarlo a su padre y al abuelo Perfecto.

En tanto caminaban a la par camino de casa, tras un rato de tenso silencio, pausadamente su acompañante le dijo: “Inocencio escribió un libro que le causó graves problemas: El efebo hispano. Éste que voy a entregarte ahora es el manuscrito que dejó para ti”. Con visible orgullo se lo mostraba y ofrecía.

Al tomarlo, y ya en sus manos, 'Chencho' sintió una especial emoción, algo poco explicable que le acompañaría hasta que llegaron a su destino; momento en el que fue sustituida por un gran sobresalto ante el insospechado anuncio de Evelio: “Ya he hablado con tu padre, él sabía dónde estabas, por eso he ido a tu encuentro. Pero nada te va a decir”.

Tras una breve pausa añadió: “El pacto de silencio entre los tres será para siempre, no temas”. Su voz rezumaba la afabilidad que Chencho necesitaba para encalmar sus pensamientos. Y no parecía dispuesto a decir nada más.

Fue pues, su último mensaje, y el adiós que pronunció a continuación, en tanto posaba con gesto de complicidad su mano derecha sobre la mochila que contenía su obra, resultó una franca despedida. Envolviendo al niño en una cariñosa mirada, partió, sin apenas dar lugar a que reaccionara. 'Chencho', se quedó con un adiós entrecortado en los labios. Sujetaba con firmeza el libro mientras le seguía con la mirada, viendo como se alejaba decidido y sin mirar atrás el 'indígena', autor de la obra que sostenía en su espalda, y que al parecer se llamaba Evelio.

¡Aquello, lo de que era tío de su papá, tardaría años en comprenderlo!

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