Las voces de quienes logran llegar a centenarios y que dejan de ser noticia en una provincia envejecida

El centenario de Carbajal, Manuel Lorenzana.

Sara Lombas

La provincia de León, parte de la España Vaciada, envejecida y cada vez más desierta. Adjetivos y conceptos que resuenan desde hace décadas en los oídos leoneses y que, a pesar de todo lo malo que conllevan, también implican otros aspectos positivos como la longevidad alcanzada en un buen estado de salud.

León es una provincia envejecida, tanto que en octubre de 2023 el Instituto Nacional de Estadística (INE) contabilizaba 455 centenarios en la provincia en 2023. La meta que antes era un hito ahora ya no es tan poco común, especialmente en León, que ocupa el noveno puesto en el ranking nacional de provincias con más centenarios, y el octavo si se pondera con el total de población.

En este último caso, en León la población que supera los cien años es el 0,10% del total, superada por casi la totalidad del resto de provincias de Castilla y León –solo se cuela Ourense, y en un tercer puesto con un 0,11% de población centenaria–. En los datos de Padrón Continuo del INE, los centenarios en la provincia el año pasado eran 413; hace una década, 259; y hace veinte años, 246. El aumento entre décadas de centenarios se ha multiplicado durante los últimos diez años, hasta ser casi el doble en la actualidad.

Uno de ellos es Manuel Lorenzana, vecino de Carbajal de la Legua, que llegó a los 100 años el pasado mes de octubre. A esta avanzada edad sigue viviendo solo en su casa. “Vive solo pero no está solo”, explica su hija Ana, quien, desde unas casas más allá, acude varias veces al día para atender a su padre. 

Un cuentacuentos de 100 años

Manuel pasa el día en su cocina, al agradable calor del hogar, mientras lee cualquier cosa que caiga en sus manos. Recientemente ha leído ‘Una historia de España’ de Arturo Pérez-Reverte, que asegura que ha disfrutado porque menciona muchos nombres que le resultan familiares de la Guerra Civil y el franquismo. No es para menos, Manuel ha vivido en sus cien años de vida los grandes hitos de la historia contemporánea española, sobre la que sigue al tanto a través de los periódicos que lee a diario. ¿Cuántos libros lee al año?: “Yo qué sé, muchos”, contesta Manuel, con un aspaviento.

La literatura ocupa un lugar especial en la vida de Manuel, que todavía conserva dotes de cuentacuentos nato. En una especie de filandón improvisado, recita de memoria fábulas completas de Samaniego como la de ‘La lechera’. Una excepcional memoria que le ha acompañado durante toda la vida, desde sus días de colegial, pasando por los seis años y medio (desde 1964 hasta septiembre de 1971) que fue alcalde pedáneo de Carbajal hasta hoy, cuando todavía acuden vecinos para resolver dudas sobre, por ejemplo, límites de fincas. “El 50 por ciento, y me quedo corto, de las personas que tienen un Quijote no han sido capaces de terminarlo. Yo lo he leído dos veces y si lo leo una vez más ya me lo sé todo de memoria”, declara. 

A pesar de su pasado como alcalde pedáneo, Manuel no quiere saber nada de política; le gustan más las obras de Delibes, que le recuerdan a la caza, otra de sus aficiones, y que le regalan sus nietos. Incluso sus manuscritos de su época de estudiante –que todavía conserva– reflejan esta pasión por la literatura, que se puede apreciar en las copias que escribía a mano, con una pulcra caligrafía y pequeña letra para ahorrar papel. No solo hay cuentos, también lecciones y problemas matemáticos, de esos en los que la prosa era tan importante como los números. 

Una labor que llevaba a cabo después de pasar el día trabajando en el campo, cuando tan joven tuvo que hacerse cargo de su familia por la avanzada edad de su padre Teodoro y tras la muerte de su hermano mayor en la Guerra Civil: “A mi hermano lo mataron el 22 de mayo, un domingo por la tarde”, recuerda Manuel, siempre cuidadoso con las fechas. 

Incluso con esa exigente responsabilidad nunca dejó de lado los estudios, cuya importancia su madre, Leocadia Hidalgo, le había dejado clara desde muy temprano, con el objetivo de que tuviera los conocimientos que ellos no pudieron adquirir: “Vas a ir a la escuela y no vas a perder un día”, recuerda Manuel que le decía.

Y con ese objetivo en mente, acudía los inviernos entre sus 18 y 20 años a estudiar con un maestro de Sariegos, del que todavía recuerda que se llamaba Ricardo Lama. Junto a él acudían otros siete chavales del pueblo, para absorber los conocimientos que podían ante la ausencia de una oportunidad de acudir a la universidad, que por aquel entonces solo las clases altas podían permitirse: “Ojalá hubiera podido estudiar”, comenta Ana, mientras observa los manuscritos de su padre, a quien ni siquiera ahora le fallan las facultades mentales. 

Pero no solo los manuscritos denotan una vida colmada de aficiones. La casa de Manuel está repleta de trofeos que ganó jugando a los bolos. Son tantos que ni siquiera se hace una idea de una cifra aproximada. Podría decirse que los globos dorados, que adornan todavía la salita y que sirvieron de decoración para el homenaje que le rindió el Ayuntamiento de Sariegos por sus 100 años, son otros trofeos que añadir a la colección. 

Marucha, de Francia a Fresno de la Vega

María Feliciana Andrés Bances, o –como la conocen en Fresno de la Vega– Marucha, es otra de esas voces leonesas que han llegado a los cien años. Su historia la narra su única hija, Cecilia, quien conoce a la perfección la historia de su madre, que comienza en la localidad francesa de Raismes, cerca de la frontera con Bélgica. 

Los padres de Marucha emigraron en una época en la que lo hicieron múltiples españoles, durante el periodo de entreguerras, sin un futuro asegurado pero quizá mejor que el presente que conocían y sin comprender bien el idioma nativo de su nuevo país. 

La primera guerra mundial había acabado tan solo cinco años antes de que Marucha naciera pero todavía quedaba su vivo recuerdo. Cecilia sabe, por las historias de su madre, que la localidad francesa en la que nació Marucha estaba en una zona boscosa plagada de bombas de aquella primera gran guerra. 

Los padres y los tres hermanos de Marucha se asentaron en Raismes, consiguiendo su padre primero un trabajo de minero en Lille (una ciudad cercana y la capital de la región de Alta Francia) y después en una fábrica de platos. Los fines de semana se dedicaba a hacer retratos fotográficos a familias con una antigua cámara que todavía conservan. 

Marucha siempre ha recordado con cariño su etapa en Francia, aunque Cecilia cuenta que el idioma les resultó una barrera. Marucha y su familia vivían en una zona en la que abundaban los inmigrantes españoles e italianos, de modo que el español siempre formó parte de su día a día también fuera de casa. Sin embargo, no dominaba ni el idioma nativo de sus padres ni el de su nueva patria. 

Después de más de una década viviendo en Francia, la familia de Marucha decidió regresar a España en 1935, cuando se instalaron en la localidad leonesa natal de sus padres, Fresno de la Vega. Antes de cruzar la frontera, mientras la familia esperaba en una estación a que llegase el tren que les llevaría de vuelta a España, pasó delante de ellos un gendarme francés a quien se le cayeron algunas de las naranjas que cargaba. Marucha y sus hermanos se apresuraron a advertirle en francés. 

Aquel encuentro fortuito les sirvió dos días después, cuando cruzando la frontera se encontraron con que allí estaba el mismo gendarme, quien, al recordarles, no les cobró el cruce a San Sebastián. Allí, Marucha y su familia pisaron un cine por primera vez en su vida, aprovechando su llegada a la tierra natal y para descansar del largo viaje. 

Mientras Marucha trataba de adaptarse de nuevo con el obstáculo de los idiomas, ya que no hablaba español con fluidez, llegó la Guerra Civil. De aquella época le habló a su hija del miedo a la guerra y del racionamiento. 

Ya instalados en Fresno de la Vega, los padres de Marucha se dedicaron a la agricultura y al colmado del pueblo, un punto fundamental para la vida rural que hacía las veces de tienda y bar. Aquel papel hizo que Marucha fuese conocida por todo el pueblo, también por su solidaridad con los más necesitados. Su hija recuerda un caso concreto, el de un hombre procedente de la zona de Valencia de Don Juan que aparecía a veces por el pueblo como un ermitaño: “Yo era pequeña y recuerdo que mi madre, al decirle que estaba allí el señor, me decía ‘ya sabes’, y entonces se ponía otro plato a la mesa. Se hacía de forma natural, con el conocimiento de que tú alguna vez tuviste necesidad y sabes lo que es padecer. Ahora parece algo extraordinario, pero antes era lo que te salía. Los tiempos cambian, a veces para peor”, reflexiona Cecilia. 

Ahora Marucha vive en una residencia y vuelve a chapurrear algo de francés con las trabajadoras del centro: “Le cuesta recordar lo que está más reciente pero le vuelven cosas de la infancia”, explica su hija. 

Isaura, la vocación musical

La leonesa Isaura Martín-Granizo llegó a los 107 años este año. Conocida por muchos como la eterna profesora de música en el Conservatorio Santos Ovejero y luego en el Instituto Juan del Enzina durante generaciones, se ha convertido en una de las centenarias más veteranas. 

Todavía hoy habla con pasión de la música y del orgullo de haber tenido la oportunidad de estudiar con grandes profesionales. Después le llegó a ella el turno de enseñar: “Fui muy feliz, porque era una vocación”, cuenta. Todavía hoy acuden a verla antiguas alumnas, que la sacan a tomar algo por las calles de León. 

Su pasión por la música no se ha desvanecido, aunque hace ya un par de años que no toca el piano, su instrumento predilecto. Hoy en día se conforma con la radio, en la que escucha a grandes compositores de música clásica.

¿El secreto para llegar al siglo de vida? Ninguno lo tiene claro. Para Isaura quizá sea su fe y tratar con diferentes tipos de personas. Para Marucha, según cuenta su hija, puede haber sido trabajar durante toda la vida y no privarse de nada a la hora de comer. “Creo que no hay secretos de ninguna clase”, opina Manuel, “hay naturalezas y nada más. No he hecho excesos, en trabajos sí, pero en beber o comer nunca”. Aunque quizá el secreto se encuentre en la fábula de ‘La lechera’, que sabe de memoria, y cuya moraleja termina así: “No anheles impaciente el bien futuro: mira que ni el presente está seguro”.

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