'También imprescindibles'

Cementerio de León. Carlos S. Campillo /ICAL

Benjamín Álvarez García

Siempre tuvo miedo a los muertos.

Parecerá increíble para los que sabéis que llevaba treinta y seis años trabajando en una funeraria. Sí, de los que más de veinticinco fueron en turno de noche y solo. Solo todas las noches en un tanatorio. Relativa soledad, siempre bien acompañado por muertos.

Aún recuerda el primero que vio. Tendría más o menos cinco años. Estaban en la escuela del pueblo cuando sonaron las campanas a media mañana. Melodía triste a toque de muerto. La maestra llevó a todos los niños a ver al cadáver, cosa que casi suena ya a práctica ancestral. Estaba metido en la caja, muy tieso y con un plato repleto de sal sobre su barriga. Decían que era para conservarlo. No recuerda nada más. Fue su primer muerto, aunque unos cuantos pudo ver más tarde. Siempre le impresionaron. Un accidente de tractor, un ahorcado, algún anciano del pueblo...

Llegaron años duros en los que el trabajo empezaba a ser escaso y tenía esposa e hipoteca que pagar. La suerte parecía ponerse de su lado y surgió una oportunidad. Todo parecía ir bien. La sorpresa: era en una funeraria. ¡En una funeraria! Mayor era la necesidad que el miedo. Cuántos muertos habrá visto desde entonces. Accidentados, suicidios, algún asesinato y todo lo que podáis imaginar. Para escribir un libro macabro. Pero no es este el momento de aburrir al lector con ese relato.

Trabajo difícil el de funerario y nunca reconocido. Mala fama que hace que la gente, a veces, hasta se asuste de estos profesionales, que son en realidad honrados y de gran corazón. Ellos son los primeros en ofrecer su ayuda en el difícil trance para las familias cuando alguien muere. Cuántas veces habrá llorado con ellas. Y también despiden a quienes mueren solos. Mano amiga en el último viaje. Qué impotencia cuando no se puede hacer más. Lo peor, cuando es un niño. Mejor no seguir por aquí.

Ya a punto de jubilarse, pensando que había visto todo lo inimaginable sobre muertos, apareció él, el coronavirus, trayendo días de mucho trabajo y estrés también en las funerarias. Quién podría imaginarlo antes del covid 19. En nada se parecía a lo vivido anteriormente. No había equipos ni medios adecuados para tan especial y abundante trabajo.

Enemigo desconocido. Mala gestión de las autoridades. Funerarios abandonados a su suerte. No fue fácil. Trabajo. Casa. Casa. Trabajo. Solo eso durante muchos días. Familiares hospitalizados. Algún fallecido muy cercano. En el cementerio, el cura y dos personas. Tristes días. Triste futuro incierto. Nadie sabe.

Él sueña hoy con su paraíso. Una casa en el pueblo que le vio nacer, Garueña. El pobre gato que no entiende su abandono, pando, árboles, linares, madera, sus rabeles, torno, aire, libertad... Desea estar ahí hoy más que nunca.

Nadie aplaude su trabajo a las ocho de la tarde. Ese trabajo tan difícil, con tanta mezcla de sentimientos. No hay espacio para el duelo ni para las ceremonias de despedida. Solo familias rotas. Tristes y valiosos consuelos en manos de funerarios que son hoy el abrazo improvisado y la voz que calma. Pero ningún aplauso.

No hace mucho, comentaba él con un amigo sacerdote, que era la persona más pobre de este mundo. ¿Cómo puede ser eso posible? Tenía de todo menos tiempo. El más pobre del mundo tiene tiempo, pero él no. Siguieron hablando.

Vida de funerario por la noche, de perito en una aseguradora por el día, (pues el pluriempleo se había hecho necesario en los tiempos que corrían), cuidado de familiares, casa en dos pueblos, arreglos en pisos y un sinfín de ocupaciones. El cura le decía que debía cambiar de vida...

Y, como si de una premonición se tratase, cambió de la noche a la mañana. Ahora trabaja solo con los muertos y, metido en casa muchas horas, puede decir que ya tiene tiempo. Pero para qué. El coronavirus todo lo impide. Planes imposibles. Enjaulados todo el día. Rompen la monotonía la televisión (nunca fue él de caja tonta) y el teléfono al que también se está enganchando. Su esposa y él, más solos que nunca. Cómo no agradecerle a ella la compañía en el camino y todos los años juntos.

En la nueva rutina impuesta, a veces prepara la comida, cada día con un experimento nuevo. Ella siempre agradecida. Ahora, ya viejo, a esa edad en la que te dan un carnet en el que queda bien clarito que estás en esa llamada tercera edad, no tiene miedo a los muertos. Aunque parezca mentira, el miedo ahora se lo dan los vivos. Los pocos que salen a la calle, como zombis. Guantes y mascarillas. Caras tapadas. Gente desconocida. Se apartan. Desconfianza. Todos posibles portadores. Enemigos. Ya no hay saludos, ni besos, ni abrazos.

Calles vacías. Bares sin gente. ¿Dónde está la alegría? Seguramente ya solo en el nombre de algunas calles de cualquier pueblo vacío y vaciado.

Ya no tiene miedo a los muertos ¿Cuántos le quedan?

Esta no es una historia cualquiera. Es mi vida.

* 'También imprescindibles' es un relato publicado dentro de la iniciativa lanzada por la asociación cultural El Pentágrafo e ILEÓN.COM para recoger escritos con temática relacionada con la actual crisis ocasionada por el coronavirus Covid-19.

Benjamín Álvarez García, también conocido como Jamo, es funerario “de toda la vida”. El coronavirus le ha hecho darse cuenta de lo importante que es su trabajo. Quiere poner en valor a través de este relato, la enorme labor que estos profesionales, hoy olvidados, están llevando a cabo en medio de la crisis.

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