'Víctimas (segunda parte)'

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Noemi Álvarez da Silva

Me va a matar.

A sus catorce años me va a matar. ¿Un asesino? No, un adolescente encerrado. Se llama Aníbal, como su abuelo, y es un nombre que le ha traído mucha mofa en el instituto. “El Caníbal”, le llaman. La originalidad de las nuevas generaciones brilla por su ausencia. ¿No saben quién fue el más famoso de todos los Aníbales?

Es bastante popular y tiene mucha labia. Alto y un poco desgarbado, sus rizos hacen las delicias de sus compañeras. Es repetidor por vago, porque inteligencia no le falta. Juega al baloncesto y al Fortnite y le ha dado por las batallas de gallos en las que no lo hace nada mal. No tiene hermanos y podría decirse que tiene padre por fascículos. Es el director de una empresa de vinos y pasa más tiempo en el extranjero que en casa. Bebe y no solo por trabajo, pero siempre se ha portado bien con Aníbal. La historia con Teresa, la madre, es distinta. Ella era jefa de almacén en una de las bodegas con las que comerciaba él. Tras una cena de negocios, se quedaron solos y olvidaron su relación profesional encima del capó de un coche y, más tarde, en el hotel de cinco estrellas en el que pasaba la noche el empresario. Tras un par de años de coincidencias con otras personas de por medio, un condón roto les hizo replantearse las cosas. Decidieron tener al niño y asentarse, pero los continuos viajes les separaban demasiado y buscaban calores distintos. Ella con un compañero de taichí, él iba variando. Era un acuerdo tácito. Aníbal, de todo eso sabía poco, pero intuía mucho. Se aprovechaba de la situación y estudiaba menos de lo justo. Le interesaban más sus entrenamientos y salir con sus compañeros de equipo los sábados por la tarde. A las nueve y media en casa, eso sí.

Había tenido varias novias y muchos crush. El último una chica sevillana que había seguido una de sus batallas en internet. Cuando apareció Clara, un curso por encima, se olvidó de todo y descubrió los sentires de esos primeros amores que tanto enganchan. Se veían en cada cambio de clase y en los recreos, ella iba a los partidos y procuraban quedar “para estudiar”. No se andaban con chiquitas y experimentaban sin pudor. Aunque eran responsables, Aníbal había oído hablar a sus padres muchas veces sobre la importancia de usar protección. ¡Pobre!

De repente, en pleno apogeo de sentimientos llegó el estado de alarma y el “quédate en casa”. Esa separación impuesta se estaba haciendo interminable y eso que hablaban muchas horas al día. Muchísimas.

Entre videollamadas, whatsapp y stories en Instagram me está fundiendo. Súmale memes, vídeos y mensajes en cadena. Como batería de móvil exijo un descanso, no puede cargarme tantas veces al día y pretender que siga rindiendo como siempre. No.

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Rendir como siempre. Ya. Te cuento.

Lleva toda la vida trabajando en el hospital. Muchos años atrás hizo viajes con varias ONG. Podría parecer que buscaba la foto rodeada de niños con sonrisas eternas, como el hambre que pasaban, pero no, se apuntaba porque iba con la que fue su compañera inseparable durante la carrera. Noches de estudio y otras de chupitos. Rita quería hacer voluntariados y no se lo pensaron mucho más.

Su primera parada, aún como residentes, fue en Senegal, donde no solo se enamoró del lugar y de sus gentes, sino también de un joven de nombre impronunciable que se hacía llamar Tim. A pesar de los muchos malentendidos con el lenguaje, su comunicación era fluida al unir sus cuerpos, que contrastaban al sol como el yin y el yang. Algunos veranos más tarde, después de recorrer muchos otros lugares con Rita, regresaron y conoció a la familia de Tim. Eran dos pequeños y un tercero en proceso. La electricidad seguía existiendo, pero no podían conectarse.

Cerca de los treinta coincidió con Juan, mucho menos exótico, pero con el que es feliz desde entonces. Y eso que es terco y odia el chocolate. Trabaja como jefe de seguridad de un museo y le encantan los juegos de mesa. En ocasiones, hasta se los inventa y aprovecha las dotes como pintor obtenidas de muchas horas invertidas por obligación de sus padres cuando era niño. A veces, piensa que los cuadros y artistas que observa cada día a través de pantallas para vigilarlas lo inspiran. Otras, sobre todo cuando hay exposiciones temporales con grandes obras, se frustra.

Tras un noviazgo más fugaz de lo que habían previsto, se embarcaron en una hipoteca que empezaron a pagar con las ganancias de una boda que hizo las delicias de las familias de ambos y que ellos repitieron, años después, cómo verdaderamente les hubiera gustado.

Tienen una hija adolescente que es guerrera y prefiere los tutoriales de maquillaje a los libros. Suele protestar como si fuera política y, desde que nació el niño, tardío, inesperado y muy juguetón, más.

Con el virus, Juan se queda en casa y se encarga de contener los impulsos de la mayor y las intensidades del pequeño.

Ella no puede más y su turno empieza en apenas una hora. De pronto, le llegan noticias de Senegal, un mensaje de la esposa de Tim la remueve por dentro. C'estfini. Ilestmort. Nunca un puñado de palabras le habían hecho tanto daño. Su hija notó cómo cambiaba su semblante, pero, ¿cómo iba a contarle aquel amor de verano que aún se le aparecía algunas noches en las que Juan estaba en el museo y ella jugaba con sus dedos? La culpa se había mezclado con el placer desde el momento en que decidió no compartir al que fue su yang con nadie. Solo era “un amigo más” con el que tenía conversaciones esporádicas por whatsapp. Ahora debía ocultar esas lágrimas que se llevaban consigo aquellas imágenes de Tim esperando que acabara su jornada para llevársela a conocer un nuevo rincón u observar algún animal que tan bien conocía. Tenía que olvidar aquellos sabores y sudores que la acompañaban incluso cuando Juan estaba sobre ella y cerraba los ojos para volver a un cuerpo joven e incansable que se había aprendido de memoria. No tiene tiempo para el luto, debe volver al hospital, donde se desvive y comparte espacios conmigo.

Antes me utilizaba para ocasiones especiales, al entrar en quirófano o con pacientes de gravedad, pero ahora me deshecha con facilidad y sin contemplaciones. Mis compañeras y yo solo somos válidas un tiempo y se nos pone en tela de juicio continuamente. Lo único bueno es que somos protagonistas de esta crisis y, económicamente, se nos valora cada vez más. Ser mascarilla nunca fue tan complicado.

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Complicado. No me hables. Verás.

Vive solo desde que su mujer no superó una operación de cadera hace siete años. Era algo rutinario, dijeron. Pues se murió. Su hija mayor, entonces, se instaló en la ciudad después de recorrer varios países trabajando como coach para grandes multinacionales. Él siempre pensaba que era una pérdida de tiempo lo que hacía. Los dos pequeños emigraron a Alemania como ingenieros. Encontraron el amor y olvidaron a su familia. Sus nietos balbuceaban el español malamente cuando hablaban por el ordenador, pero conocían a la perfección el idioma de su patria. Tenía nietos rubios y alemanes y no le hacía gracia. Menos mal que tenía a Canela, que llevaba con él casi cinco años después de haber vivido quién sabe qué y acabar en una perrera de dónde la recogió su hija. Algo había hecho bien por fin.

Cuando Lourdes se fue, no sabía cocinar y lo de limpiar le sonaba porque tenía su coche siempre impoluto. No fue fácil acostumbrarse y empezar a aprender cual niño de parvulario cuando supuestamente su mayor preocupación debería ser ganar la partida que jugaba cada tarde en el hogar del “jubilao” con Félix, Antonio y José Antonio. Habían tenido que cambiar el orujo por el butano, pero las discusiones seguían siendo intensas. Así eran ellos. Nunca les contaría que ahora le encantaba hacer dulces: magdalenas, rosquillas y bizcochos, sobre todo. También hacía tartas y las llevaba al comedor social porque no le gustaban tanto. Lo hacía a escondidas, ¡qué iban a decir si se lo imaginaban en la cocina con el delantal y canturreando cualquier canción de cuando la música era buena y no esas paparruchadas que escuchan ahora!

No eran pocas las veces en que en esa mesa compartida cada tarde hablaban de cómo el mundo se iba a pique. No hay gobernantes como los de nuestra época e Internet lo único que hace es modelar cerebros para que no se valoren los verdaderos pilares del país. Sin embargo, todos lo usaban de una manera u otra. Alguno de ellos, no vamos a revelar quien, había descubierto el porno gratis y pasaba las noches con un smartphone en sus rodillas. También era secreto, por supuesto. Las amistades entre hombres de verdad tenían que ser discretas, «¡válgame Dios!»

En medio de una rutina en la que encajaban las horas del día de tal forma que iban pasando los meses acercándolos a su muerte, llegó un virus que hizo que la vida se parara antes de tiempo. A él le vino incluso bien. Ahora se dedicaba a su nueva pasión repostera y, para ello, se convirtió en soldado cada vez que iba al supermercado en busca de uno de los bienes más preciados: yo, un paquete de harina.

Soy el nuevo polvo blanco que rima con el de siempre. Estoy en todas las conversaciones, pero escaseo en las estanterías de los supermercados.

Estoy agotada.

** 'Víctimas (parte II)' es un relato publicado dentro de la iniciativa lanzada por la asociación cultural El Pentágrafo e ILEÓN.COM para recoger escritos con temática relacionada con la actual crisis ocasionada por el coronavirus Covid-19.

Siguiendo la línea costumbrista de la primera entrega publicada al comienzo de la cuarentena en esta misma sección, Noemi Álvarez da Silva nos presenta tres nuevas historias enmarcadas en el contexto que nos está tocando vivir. Pierde la originalidad inicial, pero mantiene las ganas de entretener, aunque sea por unos minutos, a través de la lectura.

Aquí puedes enviar tus cuentos de cuarentena

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