'Pancismo'

El exministro de UCD Rodolfo Martín Villa, en imagen de archivo. / ICAL

José Luis Prieto Arroyo

Dícese de la corriente de no pensamiento que se nutre de actitudes hipócritas, ignorancia ensoberbecida y todas las emociones vinculadas con el egoísmo a ultranza, sacralizado hasta la exacerbación. Vestido de cinismo, pasa de perfil ante cualquier tipo de argumentación: el pancista es un elegido, un tocado por la gracia y se mofa de los que caminan cavilando a un lado y al otro, sin perder ocasión para hacer escarnio de cualquier otro “ismo” o compromiso que no sea con el modo menos cansado de llenar la tripa.

Tres son los tipos básicos de pancismo: el social (predominante en la sociedad tardo franquista), el político (originariamente franquista, evoluciona adoptando formas partitocráticas desde los inicios de la Transición) y el moral (actualmente en expansión por sectores de los ámbitos académico, funcionarial y artístico mayoritariamente, subsidiarios de la clase política a cuyo cobijo prosperan).

Pancismo social. Genéricamente, el pancismo social tiene como propósito último arrastrar a los pueblos a la sumisión más absoluta al poder instituido, electrocutando generaciones enteras a las que deja patitiesas, inermes ante los abusos y la explotación. Entenderlo supone retrotraernos a su origen, situado en la postguerra española merced a un caldo de cultivo específico y acaso único, favorecido por el tipo de dictadura que los españoles hubieron de soportar: el régimen de caudillaje propio del franquismo. Al igual que el político, emana del célebre postulado “haga como yo, no se meta en política”, por lo que puede decirse que Franco no era franquista, sino pancista. En ese tiempo, el pancismo social es un pancismo “tripero”, puesto que el “poltronero” solo puede afectar a las élites del Régimen, únicas susceptibles de participar en el “haga como yo”.

En el nivel popular, la primigenia combinación de pobreza material, adoctrinamiento religioso y administrativa gestión del hambre acabaría concluyendo en una miseria moral por la que no tuvieron que pasar las víctimas de otras guerras, vencedores y vencidos, perdedores todos. Cuando al final de la II Guerra Mundial el Generalísimo tuvo la certeza de que España no iba a ser invadida por los Aliados, supo que, definitivamente, había ganado “su” guerra. Y se aplicó a diseñar el nuevo estilo de vida español, híbrido de Cruzada y Movimiento: trabajo disciplinado, zdel sentido placentero de la vida, misa reparadora, comunión liberadora. Pero, sobre todo, nada de pensamiento, nada de reflexión crítica, nada de política. Solo panza. Este es el contexto histórico en el que cabe entender el pancismo social español de entonces, cuyos efectos se dejan sentir todavía hoy.

Pancismo político. La llegada de la democracia no supuso la desarticulación del pancismo social, sino una transfiguración análoga a la del propio Régimen de la Ruptura pactada. Debido a la nueva acción política partidaria, exhibir la tripa dejaba de ser un objetivo político “en sí” para los detentadores del poder, acaso justificado en las penurias de posguerra y prolongado dogmáticamente desde púlpitos y altares con el propósito de aplacar el hambre del alma, única ideología bendita -por tanto, verdadera- del ser en el mundo. Desde sus propios púlpitos y altares, las campañas electorales hablaban de otras cosas: de libertad, dignidad, educación, salud, bienestar... Pero había que elegir: las que ofrecía la izquierda o la derecha. Inicialmente, ya que no había lado bueno, el pancista eligió el centro, o, lo que es lo mismo, la equidistancia cero, nada a un lado, nada al otro; conceptualmente (y engañosamente), lo más próximo al “haga como yo” y no entrar activamente en la nueva política. Decae la oración, al alza una nueva estética, persiste la actitud.

Muerto Franco, ante las dificultades de agitar el pancismo social para mantenerlo vivo, el franquismo ideológico de la Cruzada hace de tripas corazón y se “centra” en el pancismo político, siendo su prototipo el inefable Rodolfo Martín Villa, quien actualizará el rancio pancismo vicario -por tanto, delegado-, en pancismo electo, manteniendo viva la pasión que lo alimentaba: la obsesión por la poltrona, un pancismo electo (nueva forma de bendición), supuestamente democrático (aunque se basara en una ignorancia ideológica no menos ensoberbecida que la del pancismo social franquista) y que devendrá en pancismo partitocrático. En breve, este tipo de pancismo logrará adeptos en todos los partidos, feligresía de izquierda y de derecha. Un pancismo posibilista, sin ideología, demoledor de principios y valores, magníficamente ejemplificado en su descarada identificación, la progresista beautiful people, que acabaría prestando culto, sumisión y servicio a la simbiosis perfecta del bipartidismo que representó el PPOE, la variante híbrida y más corrupta de pancismo, empodreciendo en un mismo subproducto los pancismos tripero y poltronero; a fin de cuentas, ambos, pancismo visceral. ¿Había pensamiento?: tal vez, pero con carácter instrumental, y siempre, siempre, al servicio de una sola actitud: engordar la panza.

Sinceramente, creo que el pancismo es clave para entender tanto la Cuestión leonesa como el Asunto leonés. La Cuestión surge al amparo del pancismo poltronero de Martín Villa, responsable primero (no único) del origen del conglomerado castellano-leonés debido a su trastorno obsesivo compulsivo por el sillón, como se argumenta en mi libro “España necesita un nuevo Estado” -posición resumida en el artículo “Las razones de Rodolfo”, publicado en este mismo periódico-. Pero estas acciones desencadenantes no habrían surtido efecto sin la anuencia de las masas pancistas triperas de los pueblos leonés y castellano -orquestadas por el remanente franquista de los dos partidos mayoritarios-, absortas, en los momentos iniciales, en el más puro egocentrismo e incapaces de usar la crítica reflexiva sobre aquello que estaba determinando su futuro. Cuando se dieron cuenta de su alcance y salieron a la calle, los pancismos de todas las poltronas que se comenzaban a erigir ya eran conscientes de lo mucho que podrían perder si no se constituían en “pancismo de clase”, el que, con el tiempo, acabará sublimándose en la “conciencia de cargo” que, suplantando a la “conciencia de pueblo”, exhiben hoy, cuando ya la Cuestión ha devenido en Asunto. Buen ejemplo es el relevo entusiasta del “martín-villismo” adoptado en su día por el “moranismo”, actitud que no cesa, bien engarrada en falsos leonesistas a un lado y otro del espectro político, como venimos comprobando desde hace un par de años y, desafortunadamente, lo seguiremos viendo, con algún caso que, ¡ojalá me equivoque!, tal vez, dé mucho que hablar. Desde luego, ni durante las décadas de la Cuestión ni en los dos últimos años del Asunto ha habido reflexión en los dirigentes, pensar no es lo suyo, aun cuando las contradicciones con los principios y la deslealtad con la palabra comprometida sean puro escándalo. Ciertamente, la variante leonesa del pancismo político, impregnada de traición hasta los poros, constituye una lacra de insoportable indignidad para el pueblo leonés, que esperemos de una vez por todas acabe entendiendo el alcance del “basta ya” que otros pueblos han sabido alzar.

De no menor rango dictatorial que los postulados franquistas del Movimiento Nacional lo es el dogma totalitario actual que establece: a) no hay otra democracia posible para España que la del 78, sostenido, entre otros, por los teóricos del “no es el momento”, que ya van cogiendo el ritmo de “y nunca lo será”; b) no hay otro régimen más conveniente para España que el monárquico, defendido por los prácticos de capa y espada que hoy las utilizan para taparse la nariz y tentarse los machos, después de cuatro décadas vociferando que España no era monárquica, sino “juancarlista”, actualmente entregados en cuerpo y alma al pancismo moral del constitucionalismo del 78 como único modo de salvar sus prebendas y la corona de Felipe VI; c) no hay organización territorial más pluscuamperfecta que la de nuestro modélico Estado Autonómico, al que se aferran teóricos y prácticos del inmovilismo comecocos llamado “España, si se mueve, se rompe”. Hoy, en una situación de declive social alarmante, un sistema político ombliguista y pancista absolutamente envilecido, y un modelo económico que ha convertido a nuestro país en un anillo de costa con pequeños oasis en un inmenso desierto interior (en definitiva, en el Chiringuito playero del mundo, con bien avaladas aspiraciones de erigirse en Patrimonio de la Humanidad), ¿puede extrañar a alguien que las consecuencias morales no sean equiparables a las de la posguerra?

Pancismo moral. Después de décadas de expansión de sus distintas formas, el pancismo visceral originario está mutando hacia su forma más sutil y elaborada, el pancismo del espíritu, idealización perversa a través de las artes, el misticismo ciudadano en sus múltiples formas, y/o de una manera muy engañosa de entender la confraternización universal, mientras el mundo real se atrinchera defendiendo las posiciones que le ha llevado siglos conquistar. Cargado de simbología, de ideología y sin aparente egoísmo personal, ¿estamos ante el antipancismo? Solo en apariencia. Fíjense en la clamorosa pasividad de los intelectuales, tanto de los burócratas de los distintos ámbitos académicos (esos entusiastas de la cátedra poltronera desde la que, henchidos de soberbia actitud, exhiben el dogma pancista del “yo estoy bien: todo va bien”) como de los liberales de unas artes camino todas ellas de convertirse en culto al entretenimiento, con la Literatura a la cabeza; en todos los casos, naturalmente, salvo excepciones honrosas.

En el caso leonés, con la población envejecida, la tripa vacía y los jóvenes, unos buscándose la vida en otra parte, otros obligados a sublimar cualquier forma de pancismo visceral en voluntarismo solidario, surge, sin embargo, un nuevo clamor reivindicativo reparador del daño causado, simbolizado en el movimiento por el Autogobierno. ¿Y quiénes están dispuestos a acallarlo? Por supuesto, a la cabeza, el pancismo visceral poltronero, que lo considera un atentado a su conciencia de cargo, que ve peligrar. Pero no es el único. Han saltado como resortes los pancistas morales; unos, vestidos de imperecedero unitarismo patriouniformizador; otros, los límpidos pancistas de las artes, subclase de triperos obsesos de su personal esplendor(que temen ver comprometido si lo mezclan con la chusca reivindicación), lo consideran una afrenta a su personalísima universalidad, ese humanismo divinizante que identifica la naturaleza de la criatura, su obra, con la del creador; unos y otros, fijando desprecio hacia esas paletas singularidades llamadas culturas populares identitarias. La mayoría se atrinchera en un silencio cómplice, aunque alguno se ha visto impelido a abrir la boca para decir que se había equivocado. Como ha sido el caso de cierto laureado poeta, frustrado hasta el punto de no ocultar su enfado por haber firmado un manifiesto que su poético pancismo(ajeno a vulgares pretensiones de simples mortales, como esa trivialidad llamada Autogobierno para su propio pueblo) le había impedido comprender.

Desmarquémonos de todas las miserias, físicas y mentales. Qué no nos engrillen mentiras viejas y nuevas. Liberémonos de pancistas viscerales y morales, acaso más peligrosos estos últimos. Pero, sobre todo, defendamos nuestra conciencia de pueblo y sus legítimas aspiraciones constitucionales de Autogobierno, único modo de estar a salvo de unas y de otros.

José Luis Prieto Arroyo es profesor universitario y escritor

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